IA educativa: hagamos un repaso de lo aprendido
Noviembre 2024. Un docente, cuando iniciaba este blog, me recomendó que fechara los textos. Hice bien en escucharle. Un artículo de hace unos meses puede quedar obsoleto, o ser un sugerente documento que ilustre el tortuoso proceso de asimilación de la IA en nuestro oficio. En noviembre de 2022, nació Chat GPT. Para quienes hemos dedicado horas a aprender y utilizar esta y otras herramientas, parece que han pasado 10 años desde que el asistente de OpenAI balbuceara como un bebé, respondiendo con torpeza e imprecisión, o generando manos con 6 dedos.
La primera reacción de muchos docentes fue de tibia curiosidad y generalizado escepticismo. Los primeros meses parecía como si tan solo un par de docentes y yo estuviéramos interesados en esta irrupción tecnológica, que los medios recibían con acrítica fascinación o hiperbólico catastrofismo. Poco a poco, fueron apareciendo un puñado de docentes que empezábamos a trastear con entusiasmo las potencialidades de Chat GPT y las numerosas aplicaciones que surgirían con el tiempo. Ese puñado de docentes no ha aumentado en número en dos años. Me refiero a docentes que utilicen la IA en las aulas, que estén dispuestos a generar un valor añadido, compartiendo su experiencia y testeo. Lo digo porque en estos años han surgido numerosos gurús y empresas ajenas a lo educativo que intentan hacer el agosto con la IA, servicios que ofrecen servicios de automatización de tareas para docentes, pero no ayudan a que el docente genere sus propias experiencias de aprendizaje, contextualizadas a su realidad. Son productos enlatados, genéricos, en un momento en que aún la IA educativa está en proceso de asimilación, con un desconocimiento generalizado y en fase embrionaria de asentarse como rutina de trabajo en el ámbito educativo.
Embrionaria es ser muy optimista. Existe curiosidad, un cauto acercamiento, fruto de la información sesgada, incompleta y a menudo irreal que ofrecen los medios y redes sociales. Un porcentaje muy elevado de docentes, después de dos o tres ensayos dejan de usar la IA de forma continuada para sus clases. Pocos se animan a seguir probándola y a formarse, ya sea de forma autodidacta o a través de los cursos que ya empiezan a ofrecer los centros de formación de proximidad. Los asesores de estos centros formativos tampoco poseen una formación continuada y muchos contemplan con escepticismo la irrupción de esta tecnología. De hecho, buena parte de los contenidos de los primeros cursos que aparecieron sobre IA educativa subrayaban la escasa fiabilidad y los criterios éticos frente a enfoques creativos de uso. ¿Por qué? Porque quienes diseñan esos cursos no han probado la IA de forma creativa; están más preocupados por el peligro que pueda suponer para el alumnado que por su potencial didáctico.
Estamos a día de hoy en una fase de meseta. Los docentes están saturados de información preliminar, a menudo tóxica e inútil, han probado de manera superficial algunas herramientas con escaso entusiasmo y cierto temor, casi siempre sin amago de profundizar y continuar usándolas en el aula. El docente las utiliza más para diseño de tareas y elaboración de materiales y documentos que como herramienta didáctica para el alumno. Es difícil encontrar docentes que tengan experiencia en un uso didáctico y testeo prolongado, y quienes la tenemos estamos en un aprendizaje en constante reciclado.
La tendencia tanto de docentes como alumnos es de usar la IA como expendedor de contenidos e ideas. Hazme... es el adagio recurrente. No hay mucha diferencia entre el alumno que quiere que la IA le haga un resumen o le redacte un comentario de texto a aquel docente que desea que la IA le redacte la programación con solo dos frases de prompt. Cuando ambos, docentes y estudiantes, se dan cuenta de que aprender a usar la IA requiere tiempo, paciencia y una asimilación de una nueva forma de interactuar con la tecnología, desisten. El estudiante quiere que le ofrezca una ayuda rápida, eficaz e indolora, y celebra con entusiasmo la ignorancia del docente en materia tecnológica, ya que durante al menos unos años podrá hacerle creer que las tareas las hace él y no Chat GPT. Por supuesto, como el alumno carece de competencias lingüísticas suficientes, un escaso dominio de estas herramientas y una paciencia débil, las usa de forma rudimentaria y torpe. En manos de un estudiante hábil y competente, el docente no sabría diferenciar entre un texto generado por IA y otro realizado por el alumno. El uso de la IA y las competencias lingüísticas son el centro neurálgico del debate. Sin esas competencias, no podemos sacar provecho de la IA con sabiduría e ingenio.
Muchos docentes, inicialmente universitarios, enfocaron la irrupción de la IA con una estrategia defensiva. Los alumnos copiarán y pegarán, dejarán de hacer ellos mismos los trabajos escritos, que requieren lectura y análisis de texto. En poco tiempo, se lanzaron a contratar herramientas anti plagio y a centrar su evaluación en pruebas escritas en el aula, obviando cualquier amago creativo que buscara fórmulas de evaluación que requirieran el uso de IA dentro de un proceso de aprendizaje multicompetencial, aplicando diferentes destrezas, desarrollando habilidades colaborativas y ofreciendo un producto o valor añadido a lo aprendido durante ese proceso. Uf, mucho trabajo, poco tiempo y escasa formación. Resultado: ¡paso de innovar! Regresión a modelos de evaluación objetivos y empíricos. Examen., examen, examen. Y todo ello en un contexto donde la prueba de la EBAU está escorándose hacia lo competencial. Una paradoja.
Los estudiantes no utilizan la IA para copiar y pegar o consultar porque sean cómodos. No saben cómo usarla de forma creativa porque nadie les ha enseñado a hacerlo y porque los medios de evaluación no requieren un manejo más allá de ese rudimentario uso. La escasez de formación y la tendencia a modelos de evaluación que se resumen a hacer tareas repetitivas y exámenes de toda la vida contribuyen a que el alumno no vea necesidad en un uso de la IA más allá de lo exclusivamente funcional y reproductivo. Igualmente, alienta en el docente una percepción de la IA como enemiga del aprendizaje significativo. Os lo aseguro, no lo es. Puede ayudar al estudiante a pensar. Doy fe.
Hablar de IA educativa requiere observar el ecosistema de aprendizaje natural del alumnado y los cambios significativos que se están produciendo en la forma que tenemos de comunicarnos, aprender y trabajar. Estos factores son determinantes, ya que impactan directamente en la escuela, no solo en nuestro alumnado, también en el perfil del docente que entrará en pocos años en el sistema educativo. Los nuevos maestros y profesores pertenecerán a la generación Z, inmersos en la cultura digital y sin escrúpulos en su uso. No observan contradicción entre un medio de comunicación y otro, usan la tecnología para todo. Ya apenas leen y se comunican a través de un lenguaje audiovisual. Ni siquiera escriben en Whatsapp. Solo hacen dictados de voz y directos en vídeo. Sensibles a los problemas del mundo, pero susceptibles de ser engañados por fakes, cada vez más escépticos respecto a la verdad en las redes, aceptan la información como un flujo difuso que aprovechan según la necesidad, sin cuestionarse su veracidad. No cuestionan la tecnología, como tampoco se plantean por qué usar cuchillo y tenedor. Lo usan y listo. Estos usuarios tecnológicos serán los que den clase a nuestros nietos o hijos.
Los nuevos alumnos de la ESO serán desde el próximo curso todos ellos de la generación alpha (nacidos desde 2013). Un redoble de tambor tecnológico. Los niños y niñas que hoy están en la guardería no observarán la IA como un cambio tecnológico radical y cuestionable. La aceptarán acríticamente como un medio natural de comunicación, aprendizaje y trabajo. Sin embargo, nuestros alumnos sí lo harán porque vivieron un mundo sin IA. Tanto docentes talludos como el que escribe como la generación Z y parte de la alpha somos novatos en lo referente a este cambio hoy emergente, pero en un futuro algo aceptado. Requiere un aprendizaje desde cero, a ser posible antes de que ese cambio se asiente en nuestros hábitos y prácticos cotidianas y profesionales. De lo contrario, el desconocimiento producirá recelo y rechazo, abogando por estrategias a la defensiva y prohibicionistas. Perderemos la misma oportunidad que hemos perdido con la batalla de los móviles. Solo que la batalla de la IA estará tarde o temprano imbricada en la estructura laboral y de producción, requiriendo de nuevas competencias, incluida la lingüística. Saber usar la IA de forma inteligente será un plus esencial para obtener un trabajo digno. No bastará tener conocimientos teóricos, sino saber manejarse en un mundo en el que las herramientas de comunicación y producción de servicios cambiarán radicalmente.
El primer golpe de realidad vendrá en pocos años, cuando los dispositivos móviles, tabletas y ordenadores incluyan una IA integrada en las aplicaciones y el propio sistema, una IA a la que ya no será necesario consultar mediante texto. Con tan solo un dictado de voz no solo nos ofrecerá contenido, también realizará acciones que antes requerían las puesta en marcha de múltiples destrezas en un tiempo prolongado. La oralidad será el lenguaje estándar. ¿Qué ciudadano se diferenciará del resto? Aquel que no use de forma reproductiva esas herramientas, sin arbitrio del intelecto y un nivel competencial lingüístico elevado. El resto carecerá de esas destrezas cognitivas y habilidades prácticas, relegándose a un rol de operario de media o baja cualificación. Aún es pronto para ese cambio. Las universidades no están adaptadas para lo que vendrá. Los avisos vienen de las empresas que empiezan a observar esa demanda de cambio de paradigma. El sistema educativo parece encaminado a reducir las plazas universitarias y subir el nivel competencial en las mismas, y dejar que el mayor porcentaje de alumnado se dirija hacia una formación profesional generalizada, a menudo con empleo precario e inestabilidad. Ambos lados del espectro necesitarán formarse durante toda su vida laboral porque el modelo productivo estará ligado a un cambio tecnológico en progresiva mutación. No sabemos cómo serán los procesos de producción de dentro de 30 años, pero es previsible que en esos años experimenten cambios lentos pero determinantes que trastocarán cómo trabajamos.
¿Seguirá siendo esencial la competencia lingüística? Sin duda, pero su aplicabilidad práctica y cotidiana cambiará. Ya lo está haciendo, mutando la forma que tenemos, docentes y estudiantes, de comunicarnos y aprender. Los planes de fomento de la lectura de hace 20 años eran muy diferentes a los actuales. Las lecturas se han reducido en número, en metraje y en profundidad. Los contenidos didácticos son ya casi todos audiovisuales. El libro de texto será un complemento didáctico residual. Casi todos los docentes de la generación X se jubilarán en los próximos 10 años. Los boomers son casi inexistentes en las aulas. De hecho, los claustros educativos están dominados hoy por millenials y algunos -¡uf, cómo pasa el tiempo!- de la generación Z. Los viejos debates dialécticos entre tecnología y humanismo siempre existirán, pero las nuevas generaciones los asumirán como propios desde perspectivas nuevas, al son de sus experiencias y necesidades.
Recuerdo hace unos meses hablar de estos temas con un joven de la generación Z. Mis categorías reflexivas no eran las mismas que las suyas. Encontrar un punto de encuentro empático requiere una escucha activa, comprender la experiencia vital del joven y a su vez provocar que él también entendiera lo que mi generación puede aportar a la suya en un espacio y tiempo compartidos aquí y ahora, en 2024. La vivencia conflictiva con la tecnología no lo es tanto en generaciones jóvenes a como lo vivimos aquellos que conocimos un mundo sin siquiera ordenadores. Un nuevo humanismo emergente debiera poder combinarse con el viejo escepticismo ligado a la palabra escrita y la reflexión pausada, superando el mero pragmatismo acrítico. La misión del nuevo docente en esta era apasionante e inquietante por igual debiera asumir ese difícil reto. Para ello no debiera desoír las voces de generaciones anteriores y tomar el revelo humanista desde su propia voz y experiencia. Ese humanismo será sin duda diferente, vendrá en odres nuevos, pero lo que no cambiará es la necesidad de proteger valores irrenunciables que palpitan en nuestra naturaleza desde que los griegos de la época clásica discutían en la plaza pública de lo divino y lo humano. Quizá la IA nos ayude a no perder ese fuego, avivando en nosotros nuevas perspectivas, al igual que debiéramos poderle condiciones que nos protejan contra las distopías que genere. Ambas actitudes, de confianza y alerta, seguirán protagonizando el debate público y los desvelos del docente. Pero nada de eso podrá llevarse a cabo desde el miedo a conocer. Debemos sí o sí tirarnos a la piscina de la incertidumbre, aprendiendo juntos a nadar en sus turbulentas aguas.
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