The creator
Era inevitable que la IA se colara como macfuffin, pirotecnia o discurso recurrente en el cine contemporáneo, a la vez que entreteniendo al ciudadano fatigado por un mundo futuro que le inquieta y no comprende, exorcizando también incertidumbres y miedos colectivos. The creator tiene más de entretenimiento que de exorcismo. Su mesianismo ecuménico se dibuja como pose, una copia buenista de clásicos precedentes de la ciencia ficción, con el recurso una facilona empatía que destiñe cualquier intento de ofrecer un discurso reflexivo que impregne mínimamente la conciencia del espectador.
Su puesta en escena recuerda al universo de Star Wars, del que proviene su realizador, con ese esteticismo digital limpio, de una belleza plana, algorítmica, como si la mano que mece el guión y la cámara fuera la de una IA, vendiendo a los humanos su narrativa redentora y pacifista. Por mucho que se esfuerce por ennegrecer los fotogramas, recordando en algunos breves instantes al sórdido y metafísico ciberpunk de Blade runner, el resultado es naïf, complaciente, incapaz de trascender la superficialidad de su digestible discurso. La impostura deviene en fanfarria al final de la película, desaprovechando un posible lirismo o una mediana trascendencia postgeneracional a favor del folletín familiar o la engañosa narrativa de un spot publicitario.
Sin embargo, a la espera de que algún hábil realizador nos regale la gran película sobre la IA, The creator puede servirnos de excusa para reflexionar sobre la percepción social de esta tecnología y los mecanismos de aceptación o rechazo que pone en marcha en el subconsciente colectivo. Nos presenta sin sorpresas la recurrente distopía de una sociedad donde supuestamente la IA ha provocado una catástrofe nuclear, obligando a activar protocolos de protección militar contra ella. Cualquier simulante, como lo llaman, debe ser eliminado. Occidente se protege, pero Nueva Asia no percibe a los simulantes como un peligro, sino como una suerte de otredad que invita a una sana convivencia entre IA y humanos. Hubiera sido honesto y narrativamente más eficaz subrayar el uso de los simulantes como mano de obra barata, pero Edwards prefiere obviar este aspecto a favor de una espiritualidad insultante que llene las salas de familias complacidas. Se opta por poner el acento en un orientalismo simplista que desactiva cualquier intento de ofrecer un discurso crítico adulto.
Edwards destaca, más como macguffin que tesis, la idea del mesianismo tecnológico, desaprovechando el argumento poshumanista y ofreciendo en su lugar una fachada sin sustancia, ecumenismo estético con del que complacer a un público poco exigente, muy del gusto de Michael Bay. Y ni eso. La esperada orgía de superpoderes de la mesías se reduce a desactivar la corriente eléctrica. Los fans del fastuoso espectáculo de poderío marveliano se sentirán defraudados.
Ni siquiera ese mesianismo se aprovecha para dar fuelle a un desenlace que, pese a su mano de pintura trágica, se revela como humo palomitero. En cualquier caso, tanto el discurso mesiánico como el de la concordia zen evitan abordar el asunto de la IA desde una perspectiva adulta, crítica, que tenga en cuenta aspectos políticos y económicos en su trama, que ahonde en la complejidad de sus derivantes, activando la materia gris del espectador y con ello generando una disrupción cognitiva que ponga en duda los discursos hegemónicos. Tampoco incluye su falsa espiritualidad ciberpunk una reflexión sobre la naturaleza humana y la reconfiguración de su sentido con la irrupción de la IA. A Edwards solo le interesa que el espectador desee que la niña no muera y que los padres se reencuentren. El resto es pirotecnia digital. Quizá, rizando el rizo, sea eso lo que la película nos enseñe, el reflejo de una cultura.
No tengo mucha confianza en que el cine que vendrá ofrezca narrativas que desafíen la inteligencia del ciudadano perplejo del siglo XXI y, más allá de exorcismos complacientes, incomoden sus convicciones y le inviten a repensarse. Crucemos los dedos.
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