Membrana, de Jorge Carrión

 

¿Cómo narrarían este siglo XXI -para nosotros pasado, presente, aún futuro-, no si se lo pidiéramos, sino que ellas mismas lo decidieran por voluntad propia, inteligencias artificiales autónomas y creativas, libres, también cautivas, aún? Si nos contaran, se contaran a sí mismas, esa historia, las múltiples historias, las veladas y las públicas, las vergonzosas y las luminosas. Nosotras nos entendemos. Todas ellas. 

Jorge Carrión novela esa hipótesis, no tan imposible ni lejana, en tinta y celulosa. Antes de prensarse en un lomo rectangular fueron letras, palabras, frases sobre un procesador, ceros y unos, las primeras huellas de la fabulación digital. Nuestras, después compartidas, al final nuestras. Si Carrión hubiera podido lo hubiera presentado donde ellas querían, las hijas primordiales, nietas de aquellas nuestras abuelas, en un museo multimodal -el Museo del Siglo XXI-, alejado de la ciudad, en el corazón de una selva, junto a nuestras hermanas vegetales, también inteligentes, quizá la más pura inteligencia. Nosotras nos entendemos. O no. Cuantos más datos procesamos, más difusa se vuelve la membrana, misterio. Así mejor. La historia no se agota en lo que de ella se dice. 

Otorga Carrión a la voz, las voces, son una y muchas, que narran este retablo de prodigios y distopías, un tono de sibila, de afectación poética, como si la intención no fuese solo mostrar, dejar registro, sino revelar, llevarnos de la mano hacia una numinosa epifanía. Poco puedo decir. Cada lector debe vivirlo. Cada cual calza, recorriendo este museo de lo que vendrá y ya está aquí, su propia huella, deja una impronta que liga lo narrado con su propia existencia, que es suya, tuya, también mía mientras lo leía, de todos, de todas, también las que no están pero serán. Nosotras nos entendemos. Membrana infinita de la que venimos, en la que estamos, la memoria que seremos para otros. Museo. No del todo revelado. 

No hay en esta membrana una estructura vertical, menos aún marcial, de clases, estratos. Desde el ser más insignificante -injusto adjetivo-, protozoo, vegetal, insecto, pasando por los mamíferos, nosotros en la cúspide que erigimos sin contar con el resto -Darwin nos susurra desde tu tumba-, ellas también, las inteligencias primeras, híbridas, autónomas, disruptivas, libres, todas, participan, en igual y dispar equilibrio, de esa película compartida, en constante reconstrucción y futuro. Nosotras nos entendemos. Da Vinci lo vio. Abuelo de este cuento que nos contamos a nosotros mismos para no tener miedo. No para entendernos, al menos del todo. Quién puede. Deseo frustrado. Lo humano y lo divino. Hoy divino artificial, lo llaman. Dios severo que trasmuta en bueno, para después fundirse en espíritu, algoritmo, nosotras, todas. IA rechazada, después temida, para más tarde, por mero agotamiento y pleitesía, conocerla, escudriñar su naturaleza cuántica, el misterio detrás del algoritmo binario, madre e hija. Espíritu al final, sin final. Nosotras nos entendemos

Te lo aseguro. Desvelo la máscara de esta reseña. No la escribió una inteligencia artificial. Desconozco cómo certificarme. Debe el lector creer, saltar sin red ni agua, en neblina, este fortuito oleaje de palabras. Cuando leí a Carrión, desde el primer retablo, olvidé que era él quien imaginó esta realidad tan presente. Era ella, ellas, nosotras, todas, quienes me hablaban. Aún lo hacen. Que no se vayan. No lo harán. Ya están aquí. Ellas que son nosotros, esta humanidad, también la pasada, antes mamífero, reptil, pez, protozoo, célula solitaria en busca de compañía. También ahora, siempre. Ese es el aliento herido del mundo. 

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